Paradojas del 7 de junio.

Paradojas del 7 de junio. 
Por Alexis Oliva *

“Felices tiempos aquellos en que se puede sentir lo que se quiere y decir lo que se siente”. Frase de Cayo Cornelio Tácito, en la portada de La Gazeta de Buenos Ayres del 7 de junio de 1810.

"De pequeño me enseñaron a querer ser mayor / De mayor voy a aprender a ser pequeño". Enrique Bunbury

Libertades y militancias; censuras y manipulaciones
“Prohibido detenerse o el centinela disparará”, advertía el cartel ilustrado con un no menos elocuente ícono de un soldado perfilado para tirar con su fusil. Era el año 1976 e íbamos por la ruta entre La Calera y Córdoba, en territorio del III Cuerpo de Ejército. 

Para aquel niño en plena época de los “por qué”, el nombre de Luciano Benjamín Menéndez no significaba nada, pero la arbitrariedad del cartel era difícil de digerir. 

-¿Pero qué pasa si se rompe el auto?
Mis padres intentaban atenuar lo chocante de la amenaza, aclarándome (acaso mintiéndome) que en ese caso había que bajarse rápido a empujar el auto fuera de la zona, y nos perdonaban la vida. Pero el Torino era un vehículo pesado.

Los que fuimos niños durante la dictadura tuvimos esa temprana oportunidad de aprender a conocer la arbitrariedad en su forma más pura y cruel. Pero también de descubrir las mentiras, censuras y manipulaciones mediáticas, que en aquella época eran más brutales pero menos efectivas que las actuales.

Recuerdo un primer interés informativo -apuntalado por lecturas de Arthur Conan Doyle y Agatha Christie- centrado en un personaje conocido como “el Hijo de Sam”. Era un famoso asesino serial llamado David Berkowitz que -menos artesanal que un Hannibal Lecter- despachaba a sus víctimas con un revólver 44, por mandato del mismísimo Satanás encarnado en el perro de su vecino. Sus crímenes aparecían profusamente detallados en la prensa argentina, que mientras tanto ignoraba los de otros asesinos seriales tanto más peligrosos como “oficiales” que se adueñaban de la vida y la muerte en nuestro país, como el que -32 años después- recién podemos sentar en el banquillo de los acusados.

Aquel miedo obsesivo hacia “el Hijo de Sam” fue mi primer episodio de alienación mediática, previo incluso al más entendible brote de llanto que me causó el holandés Naninga al marcar de cabeza el empate y poner en peligro el triunfo argentino en la final del Mundial 78, la más exitosa cortina de humo montada por el gobierno militar.

Por suerte por esos días también leía a Mafalda. Entre otras lúcidas sentencias, la niña-adulta creada por Quino afirmaba: “Los diarios no cuentan la mitad de lo que pasa e inventan la mitad de lo que escriben. O sea que los diarios no existen”. 
Con este categórico silogismo en mi acervo ya pude elaborar una fundada sospecha sobre otro triunfo muy publicitado en esos años: la finalmente desenmascarada victoria sobre el “pirata inglés” en la Guerra de Malvinas.

Eran -insisto- tiempos de dictadura y existía una censura explícita y previa, que se apuntalaba con la amenaza, la persecución, el secuestro, la tortura y el asesinato de los que ejercían un pensamiento revolucionario o simplemente disidente, entre ellos un centenar de periodistas.

Hoy, el recurso a la violencia física y a la amenaza persiste pero sólo como peligro potencial, en desuso por el costo político que acarrea. Vivimos la era de la sobreinformación y el poder utiliza como recurso el incesante bombardeo con basura informativa, una pegajosa mezcla de pseudonoticias y entretenimiento que oficia de cortina de humo a lo que realmente importa; que a veces está, pero es muy difícil de encontrar o distinguir.

Así, los acontecimientos que cumplen con el principal requisito para ser noticia: afectar a la vida, quedan relegados de eso que se llama “agenda mediática”, y con ellos una gran cantidad de actores sociales que enfrentan o cuestionan al poder esgrimiendo reivindicaciones que justamente tienen que ver con el derecho a la vida.

Los días 7 de junio solemos alzar las copas para celebrar la fundación de La Gazeta de Buenos Ayres, un periódico que ya no existe.

Mariano Moreno, el más jacobino de los revolucionarios de Mayo de 1810, pensó a La Gazeta como una herramienta indispensable para formar conciencias y comunicar un proyecto de país independiente y justo. Tan revolucionario como efímero, Moreno dejó este mundo en sospechosas circunstancias, nueve meses después de fundar La Gazeta. Efímera también fue su creación, que apenas duró hasta 1821. Su proyecto de país también fue derrotado y mucha sangre hicieron correr los triunfadores en el intento de que deje definitivamente de existir.

Hoy se está juzgando en Córdoba a un paradigmático ejecutor de esa tarea, que no sólo fue un asesino serial de personas, sino también de libros, como los que ordenó quemar el 29 de abril de 1976 en predios del Tercer Cuerpo de Ejército.

Pero aquel proyecto revolucionario ha demostrado a lo largo de nuestra historia que tiene la incómoda costumbre de resucitar. 
Dice el escritor David Viñas: “Rodolfo Walsh aquí nomás, contemporáneo; el viejo (Lisandro) De la Torre, en la década infame, hace 60 años; (Manuel) Dorrego, allá; e incluso en el Siglo XVIII, Tupac Amaru. Es decir, hay que ir recuperando figuras a contrapelo, muy críticas, y frente a las cuales el poder es despiadado”. Lo dice en el documental “P4R-Operación Walsh”, donde el realizador Alejandro Gordillo reconstruye la vida del periodista asesinado por la última dictadura militar, luego de enviar su célebre “Carta Abierta...”. Es el mismo documental donde el historiador Osvaldo Bayer afirma que Walsh “fue el mejor de todos” los de su generación. O sea, el mejor de la generación de los Bayer, los Viñas, los García Lupo...

Pero a ese poder no le alcanzó con ser despiadado con quienes lo desafiaron y volvieron una y otra vez a enarbolar proyectos de liberación emparentados con aquel sueño de un “Plan de Operaciones” de Moreno, donde expone la política para edificar “un continente laborioso, instruido y virtuoso”. También el poder tuvo que convencer y para eso creó su propio diario -un diario que todavía existe- y con el correr del tiempo otros medios de comunicación que ejecuten la propaganda de un país para pocos, mientras entretienen y desmovilizan a los muchos con la prédica del individualismo. 
Es irónico que los directivos de esos medios suelan ser los primeros en levantar las copas cada 7 de junio. Es que no brindan por aquel diario que ya no existe. Brindan porque aquel diario ya no existe. Porque si existiera no les sería tan fácil seguir interpretando la partitura de los enemigos de Moreno, de Dorrego, de De la Torre, de Walsh, mientras despiden a los periodistas que reivindican el país que éstos soñaron.

El 7 de Junio es la fecha símbolo de un territorio en disputa, el del sentido de nuestro trabajo. Esa tarea que consiste en producir discurso e ideas, que muchas veces se ejerce en soledad, pero que tiene una impronta social. Un rol que si no podemos ejercer en los grandes medios, debemos desarrollar en medios independientes y alternativos, desde los cuales romper ese invisible pero implacable “cerco informativo” que excluye a los que cuestionan las injusticias del sistema social. Que a esa minoría poderosa le moleste, es el mejor indicio de que a una mayoría silenciosa le sigue siendo indispensable acceder a esas verdades ocultas que nosotros tenemos la obligación de contarles.

Hay una imagen que puede ayudar a convencernos. En otro documental, un trabajo de Andrés Di Tella sobre la censura en la época del Proceso militar titulado “Prohibido”, el escritor Ricardo Piglia cuenta que la madre de un amigo que estaba desaparecido le decía que no podía dejar de mirar la televisión por más que sabía que mentían todo el tiempo (uno imagina los Neustadt, los Grondona, los Gómez Fuentes…). Y que se había impuesto la disciplina de contestarle al televisor, de desmentirlo. Había desarrollado tanto esa gimnasia dialéctica, que aseguraba: “Si a mí me dieran un minuto para hablar en la televisión, desenmascararía la mentira y aclararía todo lo que está pasando”. Lo increíble es que esa palabra -y esto destaca Piglia- dicha en condiciones de locura (al fin y al cabo, ya tenían el rótulo de “locas” de la Plaza de Mayo), finalmente se impuso. Finalmente demostró que era verdadera. Y no sólo porque era una palabra portadora de verdad, sino también portadora de justicia.

*Periodista