Presencias

Estas imágenes no deberían existir, por la misma razón que tampoco debió ocurrir el acontecimiento que las hizo posible. Si ahora, en este momento, pudiéramos dar marcha atrás, llegar hasta el punto exacto donde el rumbo de la historia pudo torcerse para salvaguardarnos del horror, sin dudarlo un instante lo haríamos.
Pero ya no es posible.

La historia anduvo, los años transcurrieron, y la herida que se abrió con el primer desaparecido no se cerró. Como telón de fondo había un nombre con dos vocablos aparentemente antagónicos entre sí: Plan Cóndor: el primero, consustancial con la Agencia Central de Inteligencia, CIA, por su largo historial en diseñar y dirigir planes y regar agentes por los cuatro puntos cardinales para consolidar los dominios imperiales en el mundo. El segundo, cóndor, ave andina, tan cara a nuestros pueblos del sur: ¿habrá otra palabra que sugiera más el sentido de la libertad? Quién o qué puede volar tan alto como el cóndor, remontarse tan lejos. El Plan Cóndor tuvo objetivos definidos, dirigidos a impedir que los pueblos latinoamericanos se hicieran dueños de su historia, sus vidas y sus destinos. Que remontaran su propio vuelo. Algo que sólo era posible mediante procesos inevitablemente revolucionarios, que ya comenzaban a fraguarse a lo largo y ancho del continente. En el cumplimiento de las órdenes venidas de los Estados Unidos, y a tono con su ideología, esos procesos fueron abruptamente cortados a través de sucesivos golpes militares. De todas las dictaduras del cono sur latinoamericano, cuyo accionar fue diseñado milimétricamente en el Pentágono, ninguna fue tan refinadamente siniestra como la argentina. Era como si al fascismo le quedara todavía por vencer un peldaño en la escala del horror. Los videlas y menéndez, los bussi y los astíz, engendros tardíos de ese fascismo en decadencia, pero no por ello menos peligroso, con la impunidad que les dio el poder tomado por la fuerza, en el breve período de apenas dos o tres años desaparecieron a 30 mil argentinas y argentinos. Eran en su mayoría jóvenes. Y todos, o casi todos, portadores del pensamiento más progresista y avanzado de aquellos tiempos. Desaparecidos: así nomás: aporte sustancial de los generales y sus secuaces que engrosaría el currículo de la ultraderecha mundial. Desaparecidos. Fueron esperados por sus familiares durante toda la vida. Pero tan sólo fueron vistos a través de los recuerdos.

Estas fotografías, tomadas durante los días en los que se juzgó al represor Luciano Benjamín Menéndez y a sus colaboradores más cercanos, no son más que meras pretensiones de una aproximación a este juicio y a las emociones que lo acompañaron a lo largo de dos meses, desde el 27 de mayo al 24 de julio del 2008. Es un hito: Argentina -y Córdoba en particular-, mediante el trabajo sostenido de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, la Organización HIJOS, y distintas organizaciones sociales y de derechos humanos, ha tenido la valentía de sentar en el banquillo de los acusados a algunos de los principales responsables de aquél genocidio.

Las imágenes fotográficas son instantáneas que pretenden fijar la apariencia de los acontecimientos y sus protagonistas. Pero en sí mismas no son memoria. En cambio, las imágenes que extraemos de los recuerdos, se alimentan de sensaciones, sentimientos y emociones. Pero las fotografías nos advierten que el suceso que intentan reproducir en la cartulina fotográfica fue posible. Fue cierto, fue real. En estas imágenes que sus autores ofrecen como modesta colaboración al proceso de reivindicación de la memoria histórica argentina, aparecen junto a ellas, o dentro de ellas, otras fotografías tomadas en otros tiempos: rostros en blanco y negro que nos devuelven un gesto, una sonrisa, una mirada. O un adiós sin sospechar siquiera que podría ser el último. Hay en ellas algo más que el recuerdo del que no está. Algo más que la fotografía familiar. Haber sido sostenidas y enarboladas durante tantos años por familiares y amigos, les hizo cobrar otro significado. Las redimensionaron, le otorgaron otra categoría. Les dieron otro peso. Abandonaron el álbum familiar para convertirse en documentos de denuncia. Su valor es otro, un valor constituido sobre la negación de la muerte, haciendo posible la continua presencia del desaparecido.

Para comprobarlo, bastaría detenerse tan sólo unos segundos ante esa imagen donde unas manos de obrero, cuyos dedos aún tienen la pintura fresca de una labor realizada pocas horas atrás, sostienen el retrato de esa joven que, saltando por encima de los años, llega desde el pasado con su imperecedera sonrisa. Ella, junto a sus compañeros desaparecidos, junto a ése obrero que la sostiene tiernamente, está ahora aquí para decirnos tan sólo: Hilda Flora Palacios, presente.

Por Tomás Barceló Cuesta

Texto con el que Tomás Barceló Cuesta  presentó la muestra "Imágenes imprescriptibles"  en noviembre de 2008 en la sala principal la Legislatura de Córdoba.